Aguascalientes, Ags.- Las variadas reacciones a los incidentes ocurridos en estos días -marchas, agresiones, spots en youtube, caricaturización, ingenio- en torno a las campañas electorales no dejan de ser sintomáticas de nuestra adolescencia democrática.
Unos piensan que son conspiraciones urdidas por los adversarios del candidato puntero y piden llevarlas a las urnas y sacarlas de las calles; otros las saludan como rasgos naturales de una juventud vital y ruidosa, y algunos más leen en ellas los signos de una revolución de terciopelo, primavera mexicana, glasnost tardía, referida en especial a los medios de comunicación, o, de plano, una versión local de la caída del Muro de Berlín.
En realidad, me temo que no es nada de eso o, mejor, quizá haya un poco de todo pero no es claro si el griterío y la muchedumbre significan algo más en términos políticos o programáticos, si tales expresiones tienen en realidad la potencia y organicidad suficientes como para generar un cambio en el actual estado de cosas, o si simplemente son parte de un paisaje híbrido, indefinible, amorfo, como tantas otras cosas que ha habido en la singular vida pública del país y que se desvanecerán con el tiempo.
Para empezar hay algo de surrealista en el hecho de que las protestas contra un candidato se produzcan antes de que gane las elecciones y entre en funciones. Uno entiende que en España o en Chile, por ejemplo, la gente se manifieste en contra de recortes de gasto, reformas drásticas o medidas impopulares que han tomado los nuevos gobiernos; es muy explicable que en Medio Oriente haya explotado la ira popular contra satrapías legendarias, y los movimientos populares fueron indispensables en la caída de dictaduras en el siglo pasado. Pero que aquí afloren antes siquiera de que los comicios ocurran, esa sí que es novedad y, como tal, esa forma de oposición no debe merecer reacciones desmesuradas ni asustar a nadie. Son, eventualmente, una modalidad poco común de hacer política.
Lo segundo es que, si eso es muestra de energía, entonces habría que pensar en el viejísimo tema, del que en este país hemos venido hablando desde medio siglo, de cómo integrar a los jóvenes a la política o cómo responder a sus demandas. De hecho, estas interrogantes suenan ya anticuadas e inútiles; al final del día, cada quien se va insertando en la política o en otras actividades de impacto público semejante como puede, sin necesidad de que haya caminos deliberados impuestos desde arriba.
Esos jóvenes no son el problema. El problema, y muy grave, es que este país no brinde, a esos y a muchos otros mexicanos, educación de excelencia, crecimiento económico, empleos productivos, suficientes y bien pagados o sentido de propósito. Y el problema, igualmente grave, es que, al confundir la naturaleza de las cosas, haya quienes piensen, jóvenes o adultos, que esos objetivos se alcanzan siguiendo una política del odio y el rencor.
No es por allí. |