SAN JOSEMARIA ESCRIVÁ Y
GUADALUPE ORTIZ DE LANDÁZURI

Alcanzar la santidad en la vida ordinaria

2019-06-26

Escribió sabiamente Dostoievski: “El secreto de la vida humana no radica en el hecho de que uno vive, sino en para qué vive”. Y ese secreto lo han conocido los santos, quienes han sabido descubrir el sentido verdadero a los acontecimientos de su vida, y vivir de acuerdo a él.

Por eso, los santos, decía el papa Pío XI, “son comparables a los telescopios de los astrónomos. A través de los mismos podemos ver ciertas estrellas que nadie sería capaz de distinguir a simple vista. A través de los santos aprendemos a ver con más claridad aquellas verdades que la vida cotidiana oscurece a nuestros ojos” (8-XII-1933).

Saber encontrar y amar a Dios en nuestra vida cotidiana, es el mensaje que el Señor le pidió a san Josemaría Escrivá que viviera y difundiera por todo el mundo y para lo cual fundó el Opus Dei.

Hace 44 años, en 1975, fallecieron, con menos de un mes de diferencia, San Josemaría Escrivá, el 26 de junio, y la ahora recién beatificada Guadalupe Ortiz de Landázuri, el 16 de julio. Ambos habían luchado hasta el último aliento por corresponder al amor de Dios en su vida ordinaria en el Opus Dei, procurando acercar a los demás al amor de Dios.

Es significativo que ambos lo hayan alcanzado: Uno, cumpliendo la voluntad de Dios al  fundar el Opus Dei, camino de santidad en el trabajo ordinario y Guadalupe, por su parte, luchando por andar ese camino, confiando plenamente en ese mensaje del fundador.

Guadalupe comprendió que no se trataba de ser perfecta aquí en la tierra, sino de vivir enamorada de Dios. Había escuchado de san Josemaría que el “santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta”. Esa confianza en la misericordia de Dios le llevaba a estar muy alegre, a pesar de verse con defectos. Así le escribía a San Josemaría: “Soy muy feliz y estoy muy contenta… Aunque veo que todo lo hago con muchos defectos (vanidad y amor propio, sobre todo); noto tanto que me ayuda el Señor que estoy segura de que si Él se empeña llegaré a agradarle de verdad… Cada día quiero mostrarle mejor lo que siento por Él y cómo le agradezco lo muchísimo que me quiere”.

Una amiga suya, Laura Busca, que sería luego su cuñada, recuerda que Guadalupe nunca se quejaba de nada. Por ejemplo, le sorprendía que utilizara indistintamente zapatos de un número o de otro, sin quejarse. Cuando su madre, que tenía un pie más pequeño, tenía zapatos que le quedaban apretados, Guadalupe se ofrecía alegremente para ensanchárselos llevándolos puestos algunos días, pues tenía el pie más grande.

Después de la guerra civil española de 1936-39, los alimentos estaban muy racionados. Ella atendía una residencia para estudiantes. En una ocasión no había suficiente consomé. Una persona testimonia, que observó, sin que se diera cuenta Guadalupe, que al ver que no alcanzaba para todos, llenó su taza con agua caliente y se la tomó muy contenta como si fuera un sabroso caldo, sacrificándose en lo ordinario por amor.

Otro testimonio lo da Guadalupe Gutiérrez, de Tacámbaro, quien la conoció en 1952, cuando apenas contaba con once años. Años más tarde convivió con ella en la Ciudad de México. Cuenta cómo Guadalupe le enseñó a cuidar los detalles y a vivir bien la virtud de la pobreza combinándola con la limpieza y el buen gusto. Era una persona sencilla, acogedora, afable. Enseguida inspiraba confianza y cariño. Sabía siempre escuchar, comprender, ser amable y bondadosa, lo mismo si con quien conversaba era una campesina, que una universitaria o una señora de clase social alta. Para todas tenía comprensión y afecto humano. Era una persona recia, laboriosa, puntual, alegre y optimista. Supo pasar por alto la escasez de medios viviendo desprendida de todo, dándolo todo: “Me enseñó a poner Amor de Dios en cada cosa que hacía: hacer bien una cama, dejar limpia una habitación o que no quedaran torcidos los cordones de una cortina”.

El obispo de Tacámbaro le pidió a Guadalupe que diera unas charlas a las campesinas del lugar. Ella aceptó gustosa y estuvieron en un lugar recién construido, lo que sería luego el seminario diocesano, y que aún no estaba amueblado. Una mañana, mientras Guadalupe daba una charla sentada en el suelo del patio como todas, notó que algo le picaba en la pierna, sintiendo un fortísimo dolor. Se apretó fuerte el vestido para matar al intruso y continuó hablando tan contenta como si nada hubiera ocurrido. Nadie de las que escuchaba notó algo fuera de lo normal. Cuando terminó la charla dijo lo que le había ocurrido y el intenso dolor que tenía. Procuraron atenderla pues le subió mucho la temperatura. Tuvieron que regresar a la Ciudad de México donde siguió teniendo fiebre durante muchos días. A pesar de estar en esas condiciones, no hacía referencia a sus malestares, sino que se interesaba por quienes iban a saludarla.

Guadalupe fue un gran apoyo para San Josemaría. Ella, con su sonrisa permanente, seguía lo que San Josemaría enseñaba: saber vivir alegremente cada día unidos a la Cruz. Ahora ambos gozan del Señor en una eterna felicidad. Un ejemplo que alimenta nuestra esperanza de santidad y nos invita a saber descubrir a Dios en nuestro quehacer ordinario para amarlo en todo momento.