Aguascalientes, Ags.- El miércoles debe haber sido un día difícil para AMLO. Primero en la reunión con algunos escritores y otros personajes públicos y luego en el programa Tercer Grado, cometió uno de los errores más graves de cualquier político —y AMLO lo es— y es exhibir no sólo una incapacidad de argumentación razonable sobre cuestiones elementales para gobernar, sino sobre todo la imposibilidad de controlar sus emociones o por lo menos de verbalizarlas de una manera coherente. Veamos.
Hace poco el profesor Joseph S. Nye recordaba que para analizar mejor a los políticos, debiéramos prestar más atención a sus niveles de autocontrol y sus aptitudes para mover a los demás, entre otras cosas, porque la capacidad para entender y regular las emociones genera un pensamiento más eficaz que se traduzca en buenas acciones políticas.
Así le pasó, por ejemplo, a Richard Nixon, que tenía una cabeza analítica y estratégica pero jamás logró controlar las inseguridades personales que lo llevaron a su caída, un defecto grave que sólo se conoció con el tiempo. En cambio Franklin D. Roosevelt, que poseía, como alguien definió, “inteligencia de segunda, pero temperamento de primera”, hizo de la suya una presidencia exitosa.
AMLO está ahora demostrando que las personas siempre se repiten y que la combinación de frustraciones, confusiones y resentimientos, moldea un tipo de personalidad corroída que dificulta, tal vez de manera terminal, la comprensión más o menos racional de la realidad. Esto es letal en política y en el gobierno.
Destaca su desconocimiento de la gestión pública. Cuando se le cuestiona por ejemplo acerca del grado de corrupción en que dejó la ciudad de México al término de su gobierno, no refuta, descalifica; no ofrece datos, usa abstracciones; no explica las cosas, las elude a través de lo que él supone “superioridad moral”; no responde al mensaje, mata al mensajero.
Por un lado, es evidente que no digiere aspectos básicos de economía, de política pública, de números duros; pero, por otro, cada vez es más marcada la sensación de que no sólo en una situación competitiva, donde hay que demostrar que se es el mejor, AMLO tropieza seriamente, sino que, al carecer de otros recursos, se defiende con eso que Freud llamó formación reactiva, es decir, que al temer la censura o el desengaño de los suyos, el sujeto adopta una conducta opuesta a sus verdaderos deseos y sus raíces profundas.
Al afirmar que no es autoritario, que no es mesiánico, que no miente, que no es intolerante o que no es corrupto, AMLO intenta esconder esas actitudes mediante una repetición retórica porque en el fondo teme serlo. O porque, de hecho, lo es: dime de qué presumes y te diré de qué careces.
Y la posibilidad, apuntada en las encuestas, de perder, lo deja en la opción menos aceptable para esas personalidades: la de volver a una realidad que siempre quiso negar. |